miércoles, 1 de septiembre de 2021

Adalberto Álvarez y el son que nos legó

Por: Petrit Baquero
En la fría Bogotá de comienzos de los años noventa del siglo pasado, cuando  muchos empezábamos a meternos un poco más en todo ese cuento maravilloso de la música afrocaribe (porque a Bogotá llegó hace mucho tiempo y aquí se quedó), comencé a escuchar en “Galería Café Libro”, tal vez en “Salsa Camará” y seguro que en la casa de un par de amigos de mi papá, algunas sonoridades medianamente extrañas, pero muy sabrosas que, por razones políticas y de un nefasto bloqueo económico, poco llegaban a Colombia o, por lo menos, lo hacían con bastante dificultad.

Eran varias de las nuevas canciones venidas de Cuba, la raíz de mucha de esa música que gozamos y sobre la cual botamos corriente para tantas cosas chéveres de la vida, que, por cuenta de algunos turistas melómanos, deportistas que venían al país a participar en diferentes eventos, ciertos activistas políticos y, sobre todo, uno que otro empresario aventurero, se estaban conociendo más extensamente.
Esto sirvió para que pudiera disfrutar de algunos temas fascinantes que, además, me sirvieron para darme cuenta de que varios de los salseros de Nueva York habían “fusilado” una buena parte del repertorio cubano posrevolucionario, aunque todavía era muy poco lo que llegaba y de lo que, al menos yo, podía averiguar, pues era apenas un iniciado en todas estas cuestiones.

Sin embargo, con el tiempo la situación fue mejorando, pues la nueva música cubana empezó a llegar más frecuentemente, y la pudimos bailar, gozar y hasta ver en los bares de la capital —varios embolatados por la “Ley Zanahoria”—, generándonos gran alborozo, pues, junto con las canciones de Willie Colón, Rubén Blades, Eddie Palmieri, Ray Barreto, Richie Ray, El Gran Combo, La Sonora Ponceña, Niche o Joe Arroyo (y, claro, de la música cubana anterior a 1959), oímos también a Los Van Van, Irakere, la Orquesta Original de Manzanillo (que hasta tuvo éxitos radiales) y Adalberto Álvarez y Son 14. Poquitos años después, conocimos también a NG La Banda, La Charanga Habanera, Los Dan Den, Issac Delgado y Manolito Simonet y su Trabuco, con lo cual esos sonidos bacanísimos se empezaron a volver, al menos un poquito más, familiares.
Esa era la música cubana contemporánea, que traía consigo sonoridades que me causaron gran impacto, pues, si bien había muchas cosas en común con lo que se conoce como “salsa”, las expresiones provenientes de la isla eran claramente diferentes, ya que mostraban otro viaje y otro lenguaje, con tumbaos particulares, percusiones con acentos que, a veces, sonaban extraños, y letras que aludían a cotidianidades —y religiosidades— que sorprendían por contar con —para nosotros— cierta dosis de exotismo que despertaba mucha curiosidad, al menos para los que estábamos a 2.600 metros de altura (¿más cerca de las estrellas?).

Mejor dicho, en un entorno en el que ya los parámetros de la “salsa” estaban supuestamente establecidos y cuadriculados en cuestiones como la estructura de las canciones y las maneras de interpretar los instrumentos (en los, para mí, nefastos tiempos de la “salsa balada” o “salsa rosa”), me encontré con un nuevo (pero también viejo) mundo que valía la pena descubrir y conocer, cosa que curiosos y rumberos fuimos haciendo poco a poco. Además, empezamos a contar con la presencia de algunos músicos cubanos que llegaron a Colombia (algunos se quedaron aquí) y que, además de mostrar gran calidad y buena onda, trajeron consigo un bagaje maravilloso de todos esos años en los que poco se sabía de lo que pasaba en la isla (o, bueno, sí se sabía, pues eran los tiempos del “periodo especial” que, luego de la caída del bloque socialista dejó a Cuba prácticamente a la deriva). Con esto, muchos resultamos en “La Musiteca”, “El Palacio Musical” o la librería “Nicolás Guillén” buscando la tierra prometida para conseguir, en los tiempos dorados del CD, algo de lo que sonaba por ahí en algunos bares y en las emisoras universitarias (mis respetos) y de lo que queríamos saber mucho más (y a unos nos tocaba de a poquito, muy poquito).

Esto, también nos permitió corroborar que no era cierta esa idea que hizo carrera en su momento, impulsada, tal vez, por algunos intereses políticos y, por supuesto, por las hermosas melodías y poderosas letras de las grandes figuras de la nueva trova cubana, de que el son se fue de Cuba, pues comprendimos que esos trovadores tenían conexiones intrínsecas con aquellos otros artistas que, sin olvidar la importancia de la poesía, ponían como objetivo fundamental al bailador, algo relevante para la música del Caribe que, a pesar de ciertos dogmatismos, jamás olvidará esa cuestión fundamental.
 
Así, nos dimos cuenta de que el son, y la rumba, y el guaguancó, y todo lo demás, siguieron vivos en la isla y que evolucionaron a su manera, con su propia onda, sin estar dependiendo de las movidas comerciales de las multinacionales del disco y manejando conexiones directas con la música del pasado para traducirse en lenguajes contemporáneos, de avanzada y con influencias de músicas urbanas de muchos lugares del mundo.

Juan Formell y Los Van Van, Chucho Valdés e Irakere, David Calzado y la Charanga Habanera, José Luis Cortés y NG la Banda y, por supuesto, Adalberto Álvarez y Son 14, entre otras, fueron esas orquestas de las que varios nos hicimos seguidores, cada una con una marcada cubanía, pero evidentes diferencias que enriquecían el panorama artístico, pues, mientras unas se iban por la onda de montar nuevas expresiones sonoras (bueno, nuevas para mí), como el songo, la timba y un jazz afrocubano brillante y contundente, otras mantuvieron un sonido ligado al del son, con una base rítmica virtuosa, pero tradicional, y arreglos tremendamente sofisticados.

 


De este último grupo, se destacó Adalberto Álvarez, un pianista, arreglista y compositor, nacido en Camagüey el 22 de noviembre de 1948, quien estuvo siempre atento a la movida musical cubana que, cada vez con más ahínco, mostraba sonidos más elaborados, intérpretes mejor preparados y creadores más arriesgados. Como nos recuerda el melómano Wilmer Zambrano, este creador estuvo en la jugada con la música que se alcanzaba a captar desde La Habana de las emisoras de Nueva York y Miami, con lo cual sus arreglos tuvieron mucho que ver con la “salsa” que desde hacía años había agarrado su propio vuelo y mucho éxito comercial. Además, contaba con una sólida formación musical al haberse graduado de la Escuela de Formación de Arte y dedicarse muchos años a la docencia. Todo esto le sirvió (luego de pasar por la Orquesta Típica de la Ena y colaborar activamente con Rumbavana) para crear “Son 14”, una agrupación que defendía con ahínco el son tradicional, pero incorporando arreglos novedosos, letras acordes con la vida cotidiana de la Cuba de los setenta y ochenta, y armonías de tinte contemporáneo, a lo cual se unieron distintas expresiones de la poderosa religiosidad afrocubana. Por esto, Álvarez fue llamado popularmente como “el caballero del son” y bastante que le hizo honor a ese calificativo.

Con “Son 14”, Álvarez grabó numerosos discos y pegó muchos éxitos, pero uno de los que nos cautivó en los bares de Bogotá fue “Son para un Sonero”, de casi 9 minutos, dedicado a los grandes soneros cubanos (Tito Gómez, Miguelito Cuní, Félix Chapotín, Arsenio Rodríguez, Roberto Faz y Benny Moré). La letra profunda, como un sincero homenaje a los cultores del son; la instrumentación, entre la tradición y la modernidad, unos vientos bastante sofisticados, los diferentes cortes que transmiten diversas atmósferas sonoras y, sobre todo, un arreglo de cuerdas majestuoso que, cuando lo oí, me recordó a Maestra Vida de Rubén Blades y Willie Colón (pero antes de Maestra Vida), dejaron ver que “Son para un Sonero” es una obra maestra de la música universal y no solo de la popular bailable.

Así, me gocé a este maravilloso son que el investigador Fernando España, quien, como muchos otros, conoció este tema a comienzos de los años ochenta (mucho antes de que yo lo hiciera), describe “Son para un Sonero” como el “son más inspirado, majestuoso y sentido del cancionero del son del planeta”, que inspiró el nombre de bares bogotanos (“Sonfonía”), fue objeto de discusiones sobre lo que es o no es salsa y, definitivamente, nos cautivó a los que queremos bailar, pero también pensar el mundo mientras nos divertimos (¿la revolución es una fiesta? Esa es otra discusión).
Escribo todo esto porque el 1 de septiembre de 2021 nos despertamos con la triste noticia del fallecimiento, a los 72 años, del gran Adalberto Álvarez por cuenta del nefasto COVID-19, dejándonos sin uno de los más importantes creadores de la música cubana contemporánea. A Álvarez pudimos verlo en Bogotá por última vez en 2018, en el marco del festival “Salsa al Parque”, con su nueva agrupación “Adalberto Álvarez y su Son”, corroborando que los caminos majestuosos de quien ama y respeta profundamente a esa expresión que cultivó toda su vida, se seguían recorriendo con paso firme. De hecho, hace poco supimos que apoyó las protestas ciudadanas en Cuba afirmando que “las calles de cuba son de los cubanos”.

“El son quedó huérfano”, me dijo el melómano Johnny Humberto Tovar Arango, y nosotros, los que seguimos, gozamos y disfrutamos de toda esta música, quedamos huérfanos también, aunque sabemos que, en el panteón de los grandes cultores del son, esos mismos que Álvarez homenajeó en su obra cumbre, ahora se encuentra él, muy presente, pues queda muy claro que su grandioso legado valió mucho la pena.

¡Aché para ti, Adalberto!


músico, melómano, escritor, polítologo e historiador. 
Autor de los libros El ABC de la Mafia. 
Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y 
La nueva guerra verde (Planeta, 2017).

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