'José Pachanga' y Teresa Cardona
tienen un taller de latonería que parece un altar al género cubano. |
El leve ruido que produce la pintura al salir de la pistola se mezcla con el sonido de los parlantes de un viejo equipo de sonido, en los que se escucha un mambo en la voz de Dámaso Pérez Prado. Al voltear a mirar, se ve a José Gabriel Clavijo, mejor conocido como ‘José Pachanga’, uno de los bailarines de salsa de vieja guardia que aún quedan en Bogotá.
Es él quien manipula la pistola de pintar, que con un movimiento que emula el paso marcado de la canción termina de dar la última mano de color a un carro en su taller de latonería y pintura. A su lado, su fiel escudera y esposa, Teresa Cardona; también es bailarina de salsa y compañera de labores.
Para ‘José Pachanga’, su vida ha girado alrededor de las latas de los carros, los tarros de pintura, la masilla, la lija y la máscara de pintar, elementos que mezcla con los acetatos de salsa clásica que guarda celosamente en su casa. Entre sus tesoros están los trajes de colores que viste en sus faenas, cuando se enfrenta o ‘castiga’ la baldosa en las diferentes pistas de baile donde suena un guaguancó, un chachachá o un danzón.
“Desde que tenía 11 años he trabajado con la pintura automotriz. Al mismo tiempo, ya asistía a los matinés salseros que se presentaban en un sitio de rumba llamado Palladium, que quedaba en la calle 54 con la carrera 13, y el taller, a pocas cuadras”, recuerda, mientras sigue manipulando la pistola.
Al igual que el oficio de la pintura, el baile lo aprendió mirando a los grandes del momento, como Luisito Cardona ‘Mamboloco’ (ícono del baile salsero en Colombia), que años después se convertiría en su cuñado. También estaban ‘Cupido’, ‘Chucho, el rey del picao’ y ‘Salsita’, entre otros.
“Grababa en un casete la música que ponía el locutor barranquillero Miguel Granados Arjona, el ‘Viejo Mike’, en su programa de radio El rincón costeño. Después, ensayaba los pasos que había visto en Palladium”, señala, mientras hace una pausa en el trabajo.
Pero no solo bastaba con moverse y creer que ya sabía bailar. Necesitaba verse.
Por eso, compró un gran espejo que colgó en una de las paredes de la casa. Luego vinieron los zapatos bicolor y las camisas de tonos vivos que vestía y que ya lo identificaban como uno de los grandes en la pista.
En 1975, cuando discotecas como la Jirafa Roja y la Gaité se abrían paso en la movida antillana en Bogotá, así mismo lo hacía ‘José Pachanga’, tanto en su trabajo como en la rumba. “El primer concurso que gané fue en la Gaité, de la calle 19 con carrera 8.ª. Fue un día lunes. Bailé el tema Boogaloo en España y me dieron una bandeja conmemorativa”, recuerda.
A su lado, Teresa le sigue el ritmo y terminan trenzados en un sinfín de vueltas y movimientos acordes a la música que se sigue escuchando en los parlantes.
Pero como no todo en la vida es rumba, la pareja se detiene. José recuerda el primer carro que pintó: “fue un Chevrolet Corvette, modelo 60, de color azul”.
Mientras José lo hacía, Teresa bailaba junto a su hermano ‘Mamboloco’ en esos mismos sitios, como espectáculo.
“Nunca participamos en concursos. Lo de nosotros era más para el deleite del público”, dice ella, quien para esa misma época trabajaba en las casetas de la calle 19 vendiendo acetatos junto a sus hermanos. “Gracias al baile pude compartir con Amparo Arrebato y estuvimos con ‘Mamboloco’ en algunos bailes que amenizaron Ricardo Ray y Bobby Cruz”, recuerda.
Desde aquella época mucha agua corrió por debajo del puente en la existencia de estos dos bailarines. Cuando pensaban que sus vidas habían tomado caminos diferentes, el destino los unió. De eso ya hace 20 años.
Desde entonces, son una de las parejas que causan más sensación en las demostraciones a las que son invitados. Actualmente no hay festival de salsa en Bogotá del que ellos no participen. Así lo testifican las fotos que conservan y en las que se los ve compartiendo con grandes personajes de este mundillo.
Regresando al taller que la pareja tiene desde hace siete años y que, más que un lugar para el mantenimiento de carros, parece un altar al género cubano. Además de la melodía que siempre suena, en una de las paredes hay afiches de los eventos a los que han asistido y fotos de recuerdos.
“Los clientes se toman una foto en este altar del ritmo, como lo llamo”, cuenta orgulloso. Entre las imágenes sobresale un pendón de la vieja guardia salsera. “Somos 16 –enfatiza–, pero hay más de esa ‘cochada’. La idea es reunirlos a todos y hacer un gran evento”.
Mientras el reportero gráfico obtura su cámara para retratarlos con su overol y sus implementos de trabajo, Teresa le pide unos minutos para, junto con Juan, cambiarse y ponerse el traje rojo que más les gusta. Como si se tratara de un espectáculo más. La pareja sale del fondo del taller ya inmersa en su otro yo. Juan pide que le suban a la música y suena Locas por el mambo, de Benny Moré.
Las miradas se cruzan. José se quita su sombrero de color rojo, que adorna una cinta negra, y le hace la venia a su amada. Teresa asiente con la mano extendida y salen a la pista improvisada del negocio. En medio de los carros que están pintando hacen una muestra de lo que más les gusta: bailar salsa.
Redactor EL TIEMPO